Dedicado a mis recuerdos infantiles
en la Isla de Bacuta (Huelva).
Encerraron las palabras en aquel depósito de agua que situaron sobre un talud y las ponía a medio camino entre la tierra y el cielo.
Algunos niños fuimos a jugar allí.
Eran las mismas manos sobre los mismos remos, las que nos acercaron a aquella isla de sosiego y calma, dónde las palabras se mojaban no de tinta, sino de agua y olían a la sal de las cercanas salinas y de la orilla que rodeaba el paraje por completo.
Y en su centro, como una pesa de la olla exprés, estaba el depósito, edificio circular que se prestaba a toda clase de entretenimientos, y dentro, encerradas, palabras para hablarle a la imaginación de los niños que se acercaran.
Y nos acercábamos.
Fuera, la cuerda como testigo del agua que contenía el depósito, era parte esencial de nuestros juegos. A veces, cuando ya estábamos cansados de subir y tirarnos por la rampa que mantenía en alto la estructura y rompía pantalones y leotardos, intentábamos alcanzarla.
Al final corríamos alrededor del depósito y en cada vuelta, había que darle a la cuerda, así que iniciábamos una marcha dónde llegaba el momento que no nos veíamos, como indios alrededor de la hoguera que piensan en los espíritus de las danzas y no ven a nadie más, con la diferencia de que aquí, aunque quisieras, no veías a nadie más; sólo la cuerda que se movía, te decía que el otro había pasado por allí antes que tú, y entonces
te sentías sola,
Corriendo en círculos y en la fragilidad del esfuerzo, te permitías escuchar las voces de las otras palabras que reinaban dentro de aquella masa circular a la que acompañábamos y que casi, sin querer, nos mostraba lo inaccesible, lo inquebrantable del diálogo para el que no calla, para el que no escucha y no piensa en los ecos del silencio tras los muros frescos por la humedad.
Nosotros escuchamos,
Y después, exhaustos por la carrera, reíamos entre matorrales y tierras con color a mineral. Al atardecer nos tendíamos en el embarcadero y le buscábamos formas a las nubes que comenzaban a colorearse, adivinábamos así la silueta de algunas letras que escapaban del depósito y, como vapor de agua, subía a cubrir un cielo que cada vez las alejaba más de nosotros. Allá donde no había puentes que nos cruzaran, ellas podían volar gracias a las ráfagas de aire fresco que soplaban en la isla deshabitada.
en la Isla de Bacuta (Huelva).
Encerraron las palabras en aquel depósito de agua que situaron sobre un talud y las ponía a medio camino entre la tierra y el cielo.
Algunos niños fuimos a jugar allí.
Eran las mismas manos sobre los mismos remos, las que nos acercaron a aquella isla de sosiego y calma, dónde las palabras se mojaban no de tinta, sino de agua y olían a la sal de las cercanas salinas y de la orilla que rodeaba el paraje por completo.
Y en su centro, como una pesa de la olla exprés, estaba el depósito, edificio circular que se prestaba a toda clase de entretenimientos, y dentro, encerradas, palabras para hablarle a la imaginación de los niños que se acercaran.
Y nos acercábamos.
Fuera, la cuerda como testigo del agua que contenía el depósito, era parte esencial de nuestros juegos. A veces, cuando ya estábamos cansados de subir y tirarnos por la rampa que mantenía en alto la estructura y rompía pantalones y leotardos, intentábamos alcanzarla.
Al final corríamos alrededor del depósito y en cada vuelta, había que darle a la cuerda, así que iniciábamos una marcha dónde llegaba el momento que no nos veíamos, como indios alrededor de la hoguera que piensan en los espíritus de las danzas y no ven a nadie más, con la diferencia de que aquí, aunque quisieras, no veías a nadie más; sólo la cuerda que se movía, te decía que el otro había pasado por allí antes que tú, y entonces
te sentías sola,
Corriendo en círculos y en la fragilidad del esfuerzo, te permitías escuchar las voces de las otras palabras que reinaban dentro de aquella masa circular a la que acompañábamos y que casi, sin querer, nos mostraba lo inaccesible, lo inquebrantable del diálogo para el que no calla, para el que no escucha y no piensa en los ecos del silencio tras los muros frescos por la humedad.
Nosotros escuchamos,
Y después, exhaustos por la carrera, reíamos entre matorrales y tierras con color a mineral. Al atardecer nos tendíamos en el embarcadero y le buscábamos formas a las nubes que comenzaban a colorearse, adivinábamos así la silueta de algunas letras que escapaban del depósito y, como vapor de agua, subía a cubrir un cielo que cada vez las alejaba más de nosotros. Allá donde no había puentes que nos cruzaran, ellas podían volar gracias a las ráfagas de aire fresco que soplaban en la isla deshabitada.
Algunas veces, viendo fotos antiguas en las que, desgraciadamente me encontraba ya, uno no entiende bien cómo hemos retrocedido tanto.
ResponderEliminarCreo que muchas palabras se evaporarían en forma de nubes, pero otras te las quedaste para ti (esa parte de la has saltado).
Una pena que no haya más depósitos así para correr a su alrededor.
Un beso. Me alegra verte por aquí.
Sí, me quedé para mí algunas de esas palabras, me siguen alimentando aún. También a veces sigo dando vueltas alrededor de alguna idea, propósito o circunstancia...en fin.
ResponderEliminarAquel depósito sigue en pie, lo sabes, ahora es un restaurante, la casa de mis abuelos estaba detrás, era encantador.Un beso grande, mi Walden.