sábado, 31 de diciembre de 2011
¡¡¡ FELIZ 2012 !!!
lunes, 26 de diciembre de 2011
ALABANZA DE LOS SUEÑOS
sábado, 17 de diciembre de 2011
ACUARELAS Y TIEMPO
martes, 6 de diciembre de 2011
LA CASA QUE LLEVO DENTRO
martes, 22 de noviembre de 2011
COGIDOS DE LOS LABIOS HUYERON DEL ESCOMBRO
sábado, 19 de noviembre de 2011
A VECES
jueves, 10 de noviembre de 2011
PASA EL OTOÑO
lunes, 31 de octubre de 2011
EL MARIDO DE LA PELUQUERA
domingo, 16 de octubre de 2011
MI HABITACIÓN, DE NOCHE
Con todos menos conmigo.
MI HABITACIÓN, DE NOCHE
Yo ya he recorrido este mapa,
lo quiero en su desorden infinito
soy yo la que vive aquí.
Miro mis tesoros
en su quieta ternura de estampas del tiempo
y la vida me devuelve un espejo mejor que la memoria:
las fotos regadas por doquier me traen
las mejores sonrisas,
los rostros amigos, los viajes logrados,
los viajes vividos, los paisajes que no pinté,
las flores que me tatuaron en el corazón,
el regalo más trabajado,
el regalo más preciado,
mis libros sin catalogar
mis libros leidos
mis libros sin leer
mis libros queridos
mis libros.
Sois todos y cada uno.
Os escribo porque me escribo a mi.
Hoy me escribo a mi, que estoy viva.
En medio de mis huracanes estoy viva,
a pesar de mí.
19 de Febrero de 2005
sábado, 8 de octubre de 2011
PEQUEÑOS (GRANDES) POEMAS QUE VIENEN A MÍ

Como el náufrago metódico que contase las olas que le bastan
para morir;
y las contase, y las volviese a contar, para evitar errores,
hasta la última,
hasta aquella que tiene la estatura de un niño y le cubre la frente,
así he vivido yo con una vaga prudencia de caballo de cartón
en el baño,
sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería.
Luis Rosales

viernes, 30 de septiembre de 2011
OBSERVACIONES DE UNA NOCHE DE INSOMNIO II

el viento zarandea mi árbol.
La palmera está intacta,
ni una estrella en el horizonte.
Y yo, sufro de insomnio complaciente.
El día no fue compartido
ni conmigo, ni con él
así que la noche, a hurtadillas,
me pertenece.
El viento silba al otro lado del cristal
mientras el mundo duerme su cansancio.
Me asomo a las letras
para ahogar un suspiro de ayer
y conjurar un nuevo “te quiero”
para mañana.
jueves, 22 de septiembre de 2011
OBSERVACIONES DE UNA NOCHE DE INSOMNIO
¿Y si nos hiciéramos señales de humo?
¿Podrá verme? Yo apenas vislumbro una silueta.
La luz se fue. Se apagó.
Tenía sed. Como yo.
¿Con qué estará soñando?...
jueves, 8 de septiembre de 2011
UNA HABITACIÓN PROPIA

"Las mujeres reales, no las de la literatura,
…
Por lo que hay que tener 500 libras al año,
Una Habitación propia. Virginia Woolf.
miércoles, 31 de agosto de 2011
Relato de Woody Allen

Justo cuando estaba cruzando el túnel el alce se despertó. Así que estaba conduciendo con un alce vivo en el parachoques, y el alce hizo señal de girar. Y en el estado de New York hay una ley que prohíbe llevar un alce vivo en el parachoques los martes, jueves y sábados. Me entró un miedo tremendo...
De pronto recordé que unos amigos celebraban una fiesta de disfraces. Iré allí, me dije. LLevaré el alce y me desprenderé de él en la fiesta. Ya no sería responsabilidad mía. Así que me dirigí a la casa de la fiesta y llamé a la puerta. El alce estaba tranquilo a mi lado. Cuando el anfitrión abrió lo saludé: "Hola, ya conoces a los Solomon". Entramos. El alce se incorporó a la fiesta. Le fue muy bien. Ligó y todo. Otro tipo se pasó hora y media tratando de venderle un seguro.
Dieron las doce de la noche y empezaron a repartir los premios a los mejores disfraces. El primer premio fue para los Berkowitz, un matrimonio disfrazado de alce. El alce quedó segundo. ¡Eso le sentó fatal! El alce y los Berkowitz cruzaron sus astas en la sala de estar y quedaron todos inconscientes. Yo me dije: Ésta es la mía. Me llevé al alce, lo até sobre el parachoques y salí rápidamente hacia el bosque. Pero... me había llevado a los Berkowitz. Así que estaba conduciendo con una pareja de judíos en el parachoques. Y en el estado de Nueva York hay una ley que los martes, los jueves y muy especialmente los sábados...
A la mañana siguiente, los Berkowitz despertaron en medio del bosque disfrazados de alce. Al señor Berkowitz lo cazaron, lo disecaron y lo colocaron como trofeo en el Jockey club de Nueva York. Pero les salió el tiro por la culata, porque es un club en donde no se admiten judíos.
Regreso solo a casa. Son las dos de la madrugada y la oscuridad es total. En la mitad del vestíbulo de mi edificio me encuentro con un hombre de Neanderthal. Con el arco superciliar y los nudillos velludos. Creo que aprendió a andar erguido aquella misma mañana. Había acudido a mi domicilio en busca del secreto del fuego. Un morador de los árboles a las dos de la mañana en mi vestíbulo.
Me quité el reloj y lo hice pendular ante sus ojos: los objetos brillantes los apaciguan. Se lo comió. Se me acercó y comenzó un zapateado sobre mi tráquea. Rápidamente, recurrí a un viejo truco de los indios navajos que consiste en suplicar y chillar.
Woody Allen
martes, 9 de agosto de 2011
DEL AMOR, de CHEJOV

Aiyohin dijo que la bella Pelageya estaba enamorada de este cocinero. Como era un borrachín y de carácter violento, ella no quería casarse con él, pero estaba dispuesta a vivir con él así. Él, sin embargo, era muy devoto, y sus sentimientos religiosos no le permitían vivir "así"; insistía, pues, en el casamiento y no quería vivir de otro modo; y cuando estaba ebrio le regañaba y hasta le pegaba. Cuando estaba ebrio ella se escondía en el piso de arriba y rompía a llorar; entonces Aiyohin y la servidumbre se quedaban en la casa a fin de defender a la muchacha.
Se empezó a hablar del amor.
—Cómo nace el amor -dijo Aiyohin-, por qué Pelage no se ha enamorado de alguien más semejante a ella en cualidades internas y externas, y por qué se ha enamorado precisamente de ese Nikanor, de esa jeta -aquí todos le llamamos "el Hocico"—, en qué medida entran en el amor factores importantes de felicidad personal... todo eso es desconocido y sobre ello se puede discutir todo lo que se quiera. Hasta ahora se ha dicho del amor sólo una verdad inconclusa, a saber, que es "el gran misterio"; todo lo demás que se ha dicho y escrito sobre el amor no es una solución sino sólo una formulación de problemas que quedan sin resolver. La explicación que podría aplicarse a un caso no es aplicable a una docena de otros; más valdría, a mi modo de ver, explicar cada caso por separado sin meterse en generalizaciones. Cada caso específico, como dicen los médicos, debe ser individualizado.
-Esa es la pura verdad -asintió Burkin.
-A nosotros, los rusos bien educados, nos atraen estas cuestiones irresolubles. De ordinario, el amor es poetizado, adornado de rosas, de ruiseñores; pero nosotros los rusos engalanamos nuestro amor con esas cuestiones funestas, escogiendo además las menos interesantes. En Moscú, cuando yo era todavía estudiante, estuve viviendo con una chica, muchacha encantadora, quien cada vez que la tomaba en mis brazos pensaba en cuánto le daría mensualmente para gastos de la casa y en cuánto costaría ahora la carne de vaca. Del mismo modo, cuando nosotros estamos enamorados no cesamos de preguntarnos si nuestro amor es honesto o deshonesto, inteligente o estúpido, a dónde nos llevará, etcétera, etcétera. Si tal cosa es buena o mala no lo sé, pero lo que sí sé es que eso es un obstáculo, un motivo de insatisfacción e irritación.
Por lo que decía daba la impresión de querer contar algo. Las personas que viven solas llevan por lo común en la mente algo de lo que con buena gana quisieran hablar. En la ciudad los solteros visitan casas de baños y restaurantes sólo para ver si encuentran a alguien con quien pegar la hebra, y a veces relatan historias sumamente interesantes a los empleados de las casas de baños o a los camareros. En el campo, por otra parte, se desahogan con sus visitantes. En ese momento se veía por la ventana un cielo gris y árboles empapados de lluvia; en tiempo así no se podía ir a sitio alguno y no quedaba otro remedio que contar y escuchar historias.
-Vivo en Sofino y soy agricultor desde hace largo tiempo -empezó diciendo Aiyohin-, o sea, desde que terminé mis estudios en la universidad. Por educación y poco apego al trabajo manual, diríase que por inclinación, soy hombre de estudio. Pero cuando vine aquí pesaba sobre la finca una enorme hipoteca, y como mi padre se había endeudado en parte por lo mucho que había gastado en mi educación, decidí no irme de aquí y ponerme a trabajar hasta pagar la deuda. Así lo hice y comencé a trabajar en la finca, confieso que no sin cierta repugnancia. El terreno este no produce mucho y para que su cultivo no resulte en pérdidas es menester utilizar el trabajo de siervos y jornaleros, lo que viene a ser igual, o convertirse uno mismo en campesino juntamente con su familia. No hay término medio. Pero por aquel entonces yo no me metía en tales sutilezas. No dejé intacta ni una sola pulgada de tierra; reuní a todos los campesinos, hombres y mujeres, de las aldeas circundantes, y el trabajo cundió de lo lindo. Yo mismo araba, sembraba, segaba, trabajo que me resultaba aburrido, me enfurruñaba del asco que sentía, como gato de aldea obligado por el hambre a comer pepinos en la huerta. Me dolía el cuerpo y dormía de pie.
Al principio creí que podría conciliar fácilmente esta vida de trabajo físico con mis aficiones culturales; para ello -me decía- bastaba mantener en la vida un cierto orden externo. Me instalé en este piso de arriba, en las mejores habitaciones, dispuse que después del almuerzo y la comida me sirvieran café y licores, y leía en la cama El Heraldo de Europa todas las noches. Pero un día vino a visitarme nuestro sacerdote, el padre Iván, y de una sentada se bebió todos mis licores. El Heraldo de Europa también pasó a manos de las hijas del sacerdote, porque en el verano, sobre todo durante la siega del heno, yo no podía siquiera arrastrarme hasta la cama sino que me quedaba dormido en un trineo que había en el pajar o en cualquier cabaña del bosque. De ese modo ¿cómo iba a pensar en leer? Poco a poco me fui yendo al piso de abajo, empecé a comer en la cocina de la servidumbre, y del lujo anterior sólo quedan los criados que servían a mi padre y a quienes me da pena despedir.
En los primeros años me eligieron aquí juez de paz honorario. De vez en cuando tenía que ir a la ciudad y tomar parte en las sesiones del juzgado de paz y del tribunal del distrito; eso me entretenía. Cuando uno ha estado viviendo dos o tres meses sin salir de aquí, sobre todo en invierno, acaba por echar de menos la levita negra. Y en el tribunal del distrito había levitas, y uniformes, y fracs que llevaban los juristas, todos ellos hombres cultos con quienes se podía hablar. Después de haber dormido en un trineo y comido en la cocina, el hecho de sentarse en un sillón, con ropa limpia, con zapatos blandos, con la cadena del cargo al pecho... ¡vaya lujo!
En la ciudad me recibían cordialmente e hice amistades con facilidad. Y de todas éstas la más íntima y, a decir verdad, la más agradable para mí fue la que entablé con Luganovich, ayudante del presidente del tribunal del distrito. Ustedes dos lo conocen: persona sumamente encantadora. Esto fue inmediatamente después de aquel caso famoso de incendio premeditado. La investigación preliminar había durado dos días y estábamos agotados. Luganovich me miró y dijo:
-¿Sabe lo que le digo? Que se venga a comer conmigo.
Aquello era inesperado, ya que yo conocía poco a Luganovich; sólo oficialmente. Nunca había estado en su casa. Pasé un momento por la habitación del hotel para mudarme de ropa y fui a la comida. Y allí se me ofreció la ocasión de conocer a Anna Alekseyevna, esposa de Luganovich. Ella era entonces muy joven todavía, tendría no más de veintidós años, y hacía seis meses que había dado a luz a su primer niño. Esto es ya agua pasada; ahora me costaría trabajo puntualizar qué era exactamente lo que en ella había de extraordinario, lo que tanto me gustó; pero entonces, en la comida, todo ello me resultaba clarísimo: veía a una mujer joven, hermosa, bondadosa, inteligente, fascinante, una mujer como no había visto nunca antes. En ese momento tuve la sensación de que aquél era un ser muy allegado a mí y ya conocido, como si ya antes, largo tiempo atrás, en mi infancia, hubiese visto precisamente ese rostro, esos ojos inteligentes y atractivos en un álbum que tenía mi madre encima de la cómoda.
En el asunto del incendio intencionado los procesados eran cuatro judíos acusados de conjura, en mi opinión sin fundamento alguno. Durante la comida estuve muy agitado e incómodo. No recuerdo lo que dije, sólo que Anna Alekseyevna sacudía de continuo la cabeza y decía al marido:
—Dmitri, ¿cómo puede suceder tal cosa?
Luganovich era una de esas personas sencillas y de buena índole que se aferran a la opinión de que cuando un individuo es procesado ello significa que es culpable, y de que sólo cabe expresar dudas sobre la justicia de una sentencia documentalmente y según los preceptos legales, pero no durante una comida y en conversación privada.
-Ni usted ni yo somos culpables de un delito de incendio intencionado -apuntó mansamente-, y ya ve usted que no estamos procesados ni estamos en la cárcel.
Los dos, marido y mujer, trataron de hacerme comer y beber lo más posible. Por algún detalle, por la manera, por ejemplo, en que ambos preparaban juntos el café y el modo en que se entendían con medias palabras, colegí que vivían en paz y buena compañía y se alegraban de tener a un invitado. Después de la comida tocaron el piano a cuatro manos; luego llegó el anochecer y yo me volví al hotel. Esto ocurrió a comienzos de la primavera. Pasé el verano entero en Sofino, sin salir de allí, y ni siquiera tuve tiempo para pensar en la ciudad, pero el recuerdo de aquella mujer rubia y juncal permaneció fijo en mi mente durante todo ese tiempo. No pensaba en ella, pero era como si su leve sombra estuviese alojada en mí alma.
En las postrimerías del otoño se dio en la ciudad una función teatral con fines benéficos. Entré en el palco del gobernador (en el entreacto me habían invitado a hacerlo); allí vi a Anna Alekseyevna sentada junto a la esposa del gobernador; y de nuevo tuve la misma impresión, irresistible y sorprendente, de belleza, de ojos hermosos y acariciantes, y la misma sensación de proximidad. Me senté junto a ella y luego salimos al vestíbulo.
—Ha adelgazado usted -me dijo—. ¿Ha estado enfermo?
—Sí, he tenido reuma en el hombro, y en tiempo lluvioso duermo mal.
-Tiene cara de fatiga. En la primavera, cuando vino a comer con nosotros, parecía usted más joven, más brioso. Estaba entonces animado y hablaba mucho; era usted persona muy interesante, y confieso que me fascinó un poco. Por alguna razón he pensado en usted a menudo durante el verano, y hoy cuando me preparaba a venir al teatro se me ocurrió que quizá lo vería.
Y rompió a reír.
-Pero hoy tiene cara de fatiga -dijo de nuevo-. Eso le hace parecer más viejo.
Al día siguiente almorcé en casa de los Luganovich. Después del almuerzo salieron para su casa de verano a fin de cerrarla para el invierno. Fui con ellos. Con ellos también volví a la ciudad, y a medianoche estuvimos bebiendo té en un ambiente de hogareña tranquilidad, ante el fuego de la chimenea y mientras la joven madre iba con frecuencia a ver si dormía su hija. Después de esto, cada vez que iba a la ciudad nunca dejaba de ir a ver a los Luganovich. Se acostumbraron a mí y yo me acostumbré a ellos. Por lo común iba a verlos sin anunciárselo, como si fuera miembro de la familia.
-¿Quién está ahí? -preguntaba desde una habitación lejana una voz pausada que se me antojaba tan hermosa.
-Es Pavel Konstantinych —respondía la doncella o la niñera.
Anna Alekseyevna salía a verme con cara de alarma y me preguntaba siempre:
-¿Por qué no lo hemos visto en tanto tiempo? ¿Le ha sucedido algo?
Su mirada, la mano fina y elegante que me alargaba, su vestido casero, su peinado, su voz, sus pasos, todo producía siempre en mí la misma impresión de algo nuevo y extraordinario, de algo muy significativo en mi vida. Hablábamos largo rato y largo rato callábamos, cada uno pensando sus propios pensamientos; o bien ella se sentaba a tocar el piano para mí. Si no había nadie en casa me quedaba allí esperando, hablando con la niñera, jugando con la niña, o me recostaba en el diván turco del despacho para leer el periódico. Y cuando volvía Anna Alekseyevna, salía al vestíbulo a recibirla, recogía todas las compras que había hecho y por alguna razón cargaba con esas compras con tanto amor, con tanta solemnidad como si fuera un muchacho.
Hay un refrán que dice: "A la vieja todo le era fácil, por lo que se compró un cerdo". A los Luganovich todo les era fácil, por lo que entablaron amistad conmigo. Si pasaba mucho tiempo sin que yo fuera a la ciudad, ello quería decir que estaba enfermo o que me había ocurrido algo, por lo que ambos quedaban sumamente preocupados. Les preocupaba que yo, hombre culto, conocedor de lenguas, en vez de dedicarme a la erudición o la literatura, viviera en el campo, anduviera de la ceca a la meca, trabajara mucho y nunca tuviera un céntimo. Creían que no era feliz, que hablaba, reía y comía sólo para ocultar mis penas; y hasta cuando estaba alegre, cuando me sentía bien, notaba que clavaban en mí miradas inquisitivas. Mostraban especial ternura cuando me hallaban en verdaderas dificultades, cuando me apremiaba algún acreedor o no podía pagar a tiempo una deuda. Ambos, marido y mujer, susurraban algo junto a la ventana, luego se acercaban a mí y me decían con voz grave:
-Si necesita usted dinero en este momento, Pavel Konstantinych, mi mujer y yo le rogamos que no se avergüence de pedírnoslo prestado.
Y se le ponían las orejas coloradas de la agitación que sentía. O bien, después de hablar en voz baja junto a la ventana, se me acercaba con las orejas coloradas y decía:
-Mi mujer y yo le rogamos que acepte este regalo. Y me daban botones de camisa, una pitillera o una lámpara; y yo por mí parte les mandaba de mi finca pollos, mantequilla y flores. A propósito, ambos eran personas adineradas. En los primeros días, y a menudo, pedía dinero prestado donde podía, sin cuidarme mucho de a quién se lo pedía, pero por nada del mundo se lo hubiera pedido a los Luganovich. En fin, ¿para qué hablar de ello?
No me sentía feliz. En casa, en el campo, en el pajar, pensaba en ella, tratando de comprender el misterio de una mujer joven, hermosa e inteligente que se había casado con un hombre tan poco interesante, casi un viejo (el marido pasaba de los cuarenta), y había tenido hijos de él; trataba de comprender el misterio de ese hombre insulso, bonachón, ingenuo, que juzgaba las cosas con tan fastidioso buen sentido, que en bailes y veladas se apegaba a las gentes de pro, distraído, superfluo, con semblante respetuoso, apático, como si le hubieran traído allí para ponerle en venta, hombre que no obstante se creía con derecho a ser feliz y tener hijos de ella; y yo seguía empeñado en comprender por qué ella lo había conocido precisamente a él antes que a mí, y por qué había ocurrido en nuestras vidas tan horrible equivocación.
Y cada vez que llegaba a la ciudad veía en los ojos de ella que me había estado esperando; y ella me confesaba que desde esa mañana había tenido un presentimiento raro, había adivinado que yo vendría. Hablábamos largo y tendido, callábamos y no nos confesábamos nuestro amor, sino que lo disimulábamos tímida y celosamente. Temíamos todo cuanto pudiese revelar nuestro secreto aun a nosotros mismos. Yo la amaba tierna y hondamente, pero reflexionaba y me preguntaba a qué podría conducir nuestro amor si no teníamos fuerza bastante para luchar contra él. Me parecía increíble que este amor mío callado y triste pudiera, de pronto y brutalmente, romper el curso feliz de la vida de su marido, de sus hijos, de todo aquel hogar en que tanto me querían y tanto confiaban en mí. ¿Sería ése un proceder honrado? Ella me seguiría, pero ¿a dónde? ¿A dónde podría llevarla? Otra cosa sería si mi vida hubiera sido bella e interesante, si yo, por ejemplo, hubiera estado luchando por la liberación de mi patria, o fuera un erudito famoso, un actor, un artista. Pero tal como estaban las cosas sería trasladarla de una vida monótona a otra tan monótona o más que la otra. ¿Y cuánto tiempo duraría nuestra felicidad? ¿Qué sería de ella si yo cayera enfermo, o muriera, o simplemente dejáramos de amarnos?
Y ella, por lo visto, reflexionaba de igual modo. Pensaba en el marido, en los hijos, y en su madre, quien quería al yerno como a un hijo. Si se rendía a sus sentimientos tendría que mentir o decir la verdad, y en su situación lo uno y lo otro serían casos igualmente embarazosos y terribles. Le atormentaba la pregunta de si su amor me procuraría la felicidad, de si no me complicaría la vida, ya de suyo bastante dura y llena de toda suerte de apuros. Le parecía que no era bastante joven para mí, lo bastante laboriosa y enérgica para empezar una nueva vida. Y a menudo decía al marido que debería casarme con una muchacha honrada e inteligente que fuera una buena ama de casa y una compañera que me sirviera de ayuda -y al momento agregaba que una muchacha así a duras penas podría encontrarse en toda la ciudad.
Mientras tanto iban pasando los años. Anna Alekseyevna tenía ya dos niños. Cuando yo iba a casa de los Luganovich los criados me sonreían cordialmente, los niños gritaban que había llegado el tío Pavel Konstantinych y se me colgaban al cuello. Todo el mundo se alegraba. No comprendían lo que yo llevaba dentro de mí y creían que yo también estaba alegre. Todos veían en mí a un sujeto caballeroso, y todos ellos, personas mayores y niños, tenían la impresión de que el que iba y venía por la habitación era, en efecto, un sujeto caballeroso. Ello daba a sus relaciones conmigo un encanto singular, como si mi presencia en sus vidas fuese también más pura y hermosa.
Anna Alekseyevna y yo íbamos juntos al teatro, siempre a pie. Nos sentábamos juntos, nuestros hombros se tocaban. Yo, sin decir nada, tomaba de sus manos los gemelos y en ese momento sentía que ella estaba muy cerca de mí, que era mía, que no podíamos vivir uno sin el otro. Pero no sé por qué incomprensión, cuando salíamos del teatro siempre nos despedíamos y separábamos como si fuéramos extraños. Sabe Dios lo que la gente de la ciudad estaría ya diciendo de nosotros, pero en ello no había ni pizca de verdad.
Últimamente Anna Alekseyevna iba a menudo a estar con su madre o con su hermana. Empezó a mostrarse desalentada, consciente de que su vida era insatisfactoria, de que la había malgastado; y entonces no quería ver ni al marido ni a los hijos. Estaba en tratamiento por trastornos nerviosos.
Seguíamos sin decirnos nada, y en presencia de extraños ella me mostraba una inexplicable irritación. Bastaba que yo dijese cualquier cosa para que ella expresara su desacuerdo, y si yo discutía con alguien ella se ponía de parte de mi rival. Si dejaba caer algo, ella comentaba fríamente:
-Enhorabuena.
Si olvidaba los gemelos cuando íbamos al teatro me decía después:
-Ya sabía yo que los olvidaría.
Por fortuna o desdicha no hay nada en nuestra vida que no acabe tarde o temprano. Llegó el momento en que hubimos de separarnos, ya que Luganovich recibió un nombramiento en una de nuestras provincias occidentales. Tuvieron que vender los muebles, los caballos, la casa de verano. Cuando fuimos a ésta y luego cuando, al alejarnos de ella, nos volvimos para echar un último vistazo al jardín y al techo verde, la tristeza se apoderó de todos nosotros y yo comprendí que había llegado la hora de despedirse y no sólo de la casa de campo. Quedó acordado que a fines de agosto iría Anna Alekseyevna a Crimea por mandato de los médicos, y que poco después Luganovich y los niños saldrían para la provincia occidental.
Había venido mucha gente a despedir a Anna Alekseyevna. Cuando dijo adiós a su marido y a sus hijos y sólo quedaba un instante para el tercer toque de campana, corrí a su compartimento para poner en la red de equipajes una cesta de la que estaba a punto de olvidarse; y fue necesario despedirme de ella. Cuando allí, en el compartimento, nuestros ojos se encontraron, nuestra resistencia espiritual se vino abajo. La abracé, ella apretó su cabeza contra mi pecho y rompió a llorar. Besando su rostro, sus hombros, sus manos húmedas de llanto -¡ay, qué desventurados éramos los dos!-, le confesé mí amor, y con ardiente dolor de corazón comprendí cuan inútil, mezquino y engañoso había sido todo lo que había impedido que nos amásemos. Comprendí que cuando se ama y se reflexiona sobre ese amor se debe comenzar por lo que es más alto, por lo que es más importante que la felicidad o la desdicha, que el pecado o la virtud en su sentido habitual, o bien no reflexionar en absoluto. La abracé por última vez, le apreté la mano y nos separamos para siempre. El tren había arrancado ya. Pasé al compartimiento contiguo -estaba vacío- y me senté en él llorando hasta la estación siguiente. Desde allí volví a pie a Sofino.
Mientras Aiyohin contaba esta historia había cesado de llover y salido el sol. Burkin e Ivan Ivanych salieron al balcón, desde donde se disfrutaba de una hermosa vista del jardín y el río, que ahora, iluminado por el sol, brillaba como un espejo. La estuvieron admirando, a la vez que lamentaban que este hombre de ojos bondadosos e inteligentes, que les había contado su historia con tanta sencillez, tuviera que dar vueltas como una veleta en esta finca enorme, en vez de dedicarse a algún trabajo de erudición u ocuparse en cualquier otra cosa que hubiera hecho su vida más agradable. Y pensaban en el rostro afligido de Anna Alekseyevna cuando él se despedía de ella en el compartimento y le besaba la cara y los hombros. Los dos habían tropezado con ella en la ciudad, y Burkin la había conocido personalmente y la juzgaba hermosa.
lunes, 1 de agosto de 2011
TE DESEO

Te deseo primero que ames,
y que amando, también seas amado.
Y que, de no ser asi, seas breve en olvidar
y que después de olvidar, no guardes rencores.
Deseo, pues, que no sea así, pero que si es,
sepas ser sin desesperar.
.
Te deseo también que tengas amigos,
y que, incluso malos e inconsecuentes
sean valientes y fieles, y que por lo menos
haya uno en quien confiar sin dudar.
.
Y porque la vida es así,
te deseo también que tengas enemigos.
Ni muchos ni pocos, en la medida exacta,
para que, algunas veces, te cuestiones
tus propias certezas. Y que entre ellos,
haya por lo menos uno que sea justo,
para que no te sientas demasiado seguro.
.
Te deseo además que seas útil,
más no insustituible.
Y que en los momentos malos,
cuando no quede más nada,
esa utilidad sea suficiente
para mantenerte en pie.
.
Igualmente, te deseo que seas tolerante,
no con los que se equivocan poco,
porque eso es fácil, sino con los que
se equivocan mucho e irremediablemente
y que haciendo buen uso de esa tolerancia,
sirvas de ejemplo a otros.
.
Te deseo que siendo joven
no madures demasiado de prisa,
y que ya maduro, no insistas en rejuvenecer,
y que siendo viejo no te dediques al desespero.
Porque cada edad tiene su placer y su dolor
y es necesario dejar
que fluyan entre nosostros.
.
Te deseo de paso que seas triste.
No todo el año sino apenas un dia.
Pero que en ese dia descubras
que la risa diaria es buena,
que la risa habitual es sosa y
la risa constante es malsana.
.
Te deseo que descubras,
con urgencia máxima,
por encima y a pesar de todo,
que existen, y que te rodean,
seres oprimidos,
tratados con injusticia y personas infelices.
.
Te deseo que acaricies un perro
alimentes a un pájaro
y oigas a un jilguero erguir triunfante su canto matinal,
porque de esa manera,
sentirás bien por nada.
.
Deseo también que plantes una semilla,
por mas minúscula que sea,
y la acompañes en su crecimiento,
para que descubras de cuántas vidas
está hecho un árbol.
.
Te deseo además, que tengas dinero,
porque es necesario ser práctico,
y que por lo menos una vez por año
pongas algo de ese dinero frente a ti y digas
"Esto es mío"
sólo para que quede claro
quien es el dueño de quien.
.
Te deseo también
que ninguno de tus afectos muera,
pero que si muere alguno,
puedas llorar sin lamentarte y sufrir
sin sentirte culpable
.
Te deseo por fín que
sien do hombre, tengas una buena mujer
y que siendo mujer, tengas un buen hombre,
mañana y al dia siguiente,
y que cuando estén exhaustos y sonrientes,
hablen sobre amor para recomenzar.
.
Si todas estas cosas llegran a pasar
no tengo más nada que desearte.
lunes, 25 de julio de 2011
POEMA INACABADO
lunes, 18 de julio de 2011
SOBRE EL IMPOSIBLE OFICIO DE ESCRIBIR
lunes, 20 de junio de 2011
SIN VUELO. ARTISTA EN CRISIS
Me han publicado el poema visual "Sin Vuelo. Artista en crisis" en la Revista Veneno 173, han tenido el buen gusto de realizar este montaje con esta hermosa canción.
Es curioso, sale ahora, ahora que parece que vuelo.
domingo, 29 de mayo de 2011
POEMA VISUAL "TE EXTRAÑO"
domingo, 22 de mayo de 2011
VOLARE
A Marc Chagall
con infinita admiración.
Llévame a volar, amor.
Vamos a subir arriba,
álzame tomada por la cintura
e impulsémonos camino del horizonte.
Llévame a volar,
dime que podemos conseguirlo,
que el viento quedará a nuestra espalda
y atrás dejaremos la sed
paseando entre nubes de algodón.
Llévame a volar, amor.
Desde el cielo veremos brillar las estrellas de la ciudad,
bendeciremos
con besos nuestro hogar y nuestro
trozo de tierra,
por fin veremos la verdadera dimensión
de nuestros hermanos,
celebraremos por todo lo alto
la dicha de los amantes.
Llévame a volar, y no te detengas, amor,
un soplo de cordura y de aliento nos guiará
por el infinito viaje amoroso de nuestro sueño.
martes, 17 de mayo de 2011
QUE AMANEZCAS
domingo, 15 de mayo de 2011
AGRADEZCO
domingo, 1 de mayo de 2011
CONTEMPLAR EL MAR
martes, 12 de abril de 2011
AUNQUE TÚ NO LO SEPAS
¿Es de verdad real todo lo que vivimos?, ¿Existe la realidad?, ¿Cuántas?¿O son nuestros pensamientos los que conforman nuestra realidad?¿Somos lo que pensamos?¿Elegimos entonces lo que vivimos?¿Nos relacionamos según lo que pensamos de los otros?¿Son unidireccionales entonces nuestras relaciones?¿Va a ser verdad que el ombligo del Universo es el nuestro?...
Yo no sé las respuestas a estas preguntas, pero me gusta imaginar, intuir. Hay un hermoso poema que escribió Luis García Montero sobre una historia de amor ¿irreal? titulado "Aunque tú no lo sepas", aún más delicioso es escuchar en la voz de Quique González la canción homónima que escribió inspirado por el mismo poema. Os dejo la canción de Quique González y el poema de Luis García Montero. Que lo disfrutéis.
AUNQUE TU NO LO SEPAS
Como la luz de un sueño,
que no raya en el mundo pero existe,
así he vivido yo
iluminando esa parte de ti que no conoces, l
a vida que has llevado junto a mis pensamientos...
Y aunque tú no lo sepas,
yo te he visto cruzar la puerta sin decir que no,
pedirme un cenicero,
curiosear los libros,
responder al deseo de mis labios
con tus labios de whisky,
seguir mis pasos hasta el dormitorio.
También hemos hablado en la cama, sin prisa, muchas tardes
esta cama de amor que no conoces,
la misma que se queda fría cuanto te marchas.
Aunque tú no lo sepas
te inventaba conmigo,
hicimos mil proyectos,
paseamos por todas las ciudades que te gustan,
recordamos canciones,
elegimos renuncias,
aprendiendo los dos a convivir
entre la realidad y el pensamiento.
Espiada a la sombra de tu horario
o en la noche de un bar por mi sorpresa.
Así he vivido yo,
como la luz del sueño que no recuerdas
cuando te despiertas.
Luis García Montero.
sábado, 2 de abril de 2011
LA PRIMERA LUNA
domingo, 13 de marzo de 2011
YO, MUJER
http://www.youtube.com/watch?v=Yg9i0zH56VM
Como todas, como todos sabemos, el pasado 8 de Marzo, un año más, celebramos el Día Internacional de las Mujeres. Ese día envié a mis amigas el poema "Yo, mujer" de la escritora nicaragüense Michelle Najlis, que lo teneís a continuación.
También me llegó a mí el video "Que vivan las Mujeres" que adjunto. Las cadenas de mujeres siempre me sorprenden gratamente. Que los disfrutéis.
YO, MUJER
Yo, mujer,
terca habitante del planeta
veo llegar el día en que el otoño
bese feliz la primavera.
Espero la vendimia de mi sangre.
Veo tornarse ocres las verdes hojas de mis manos.
Siento crecer la vida que sembré con loco amor
e insensatas alegrías,
mientras fueron pasando, uno a uno,
soles, constelaciones y planetas.
Aprendí a pronunciar los nombres de mis hijos
que me fueron revelados poco a poco
cuando ellos eran apenas
dulces astronautas de mi vientre.
Conocí los secretos de la vida.
Bebí con avidez rachas de viento,
embriagué mi piel con la salobre espuma
dorada por el sol.
Conocí la tormenta en el océano
la perfecta oposición de los astros sobre el mar,
y sentí la pequeñez indómita de este cuerpo que ocupa
apenas un fragmento del tiempo y del espacio.
Yo, mujer,
terca habitante del planeta
he dejado mi huella amorosa en la nube
que pasa ligera.
Ahora espero,
gratis plena,
el día en que el otoño bese feliz la primavera
para compartir
gozosa
este jugo fermentado que es ahora mi sangre.
sábado, 5 de marzo de 2011
LA MUJER DE "EL CASO"

Cuando miras a menudo a través de una ventana con reja llega un momento en el que ya no percibes los barrotes. No nos incomoda para contemplar el paisaje, nos acostumbramos. Al menos yo.
Pero hoy he querido hacer una foto a través de mi ventana: a una palmera. Y claro ¡la reja!. Me encantan las palmeras y además, siempre me han acompañado. Cuando estudiaba en Sevilla vivía en el último piso del bloque y desde la ventana de mi habitación se veía una palmera, situé ahí mi mesa de estudio y al sentarme lo que tenía al frente era la copa de la palmera. Me acompañó durante toda mi carrera y siento mucha pena de no haberle hecho una fotografía para el recuerdo. Nunca pensé que la echaría tanto de menos.
Aunque aún más suerte tengo ahora que desde mi habitación de estudio en la que es hoy mi casa ¡veo palmeras!. Y varias, la más cercana, la más especial, es sólo una, claro.
Pero ha llegado el mal de las palmeras vestido de escarabajo y estaba yo aquí sentadita entre proyectos, mails, llamadas y follones varios cuando veo a dos señores fluorescentes con una sierra que suben a mi palmera: ¡no puede ser!, ¡ya están aquí y me la van a tirar!¡y no tengo foto!. Menos mal que el incidente me pillaba en casa, al menos ¡la foto!. Y entonces…la reja!, ¡Caramba!, ¡Pero si mi reja tenía candado!¡Mira que tengo suerte!. Bueno, esto no es mérito mío, si no de la anterior inquilina: Encarna, mi abuela.
Con el “caso” de Encarna paso a continuación. Pemitídme que os diga que además de foto, a mi palmera, a todas, sólo las han pelado y estoy contentísima de tenerlas frente a mí con nuevo look, pero conmigo. La visión desde la ventana no sería la misma: se apreciarían los barrotes, seguro.
Como os decía, mi reja no es fija, una de sus hojas se abre y es ahí dónde está el candado. Yo no uso esa opción de la reja, pero sé que Encarna la tenía por otros motivos: por si se incendiaba la casa y no se podía huir por la puerta. Claro, al tener rejas sería muy complicado otra opción. Y encargó la reja que se abre por si algún día había que tirarse por ahí. Mirándolo así es práctico, a pesar de que la casa cuenta con un balcón y otros ventanales sin reja.
Yo quiero pensar que era para comunicarse con la tienda que antes había en esa calle y poder subir las bolsas a modo de polea. Porque esto sí lo he visto hacer, pero la explicación que ella me dio de la reja en su momento es la que os cuento.
Fotografiar la palmera, utilizar el candado de la reja y recordar la figura de mi abuela ha sido todo uno.
Encarna era una mujer muy miedosa, recuerdo - ¡¿Cómo olvidarlo?!- que cuando me llevaba al colegio me contaba tantas atrocidades de cosas que podían pasarme que aún cuando voy por la calle sola muy abstraída y alguien me toca para saludarme, grito del susto.
Las historias de mi abuela te dejaban el corazón en un puño. Yo nunca entendí eso de: “si un desconocido te dice que le acompañes porque tu madre tiene las tripas en un canasto, tú no vayas”. Yo llegaba a casa y le preguntaba a mi madre que cómo se podían tener las tripas en un canasto.
Yo tengo una imagen mental de ese canasto. [Ruego se abstengan de psicoanalizarme].
Por suerte, nadie me dijo nunca aquellas palabras ya que yo hubiera estado más prevenida que ninguna otra niña que no supiera la técnica de las tripas en el canasto. ¿A que ahora encaja lo de la reja?.
Era igual de miedosa que de buena persona, así que os podéis imaginar que era una persona extraordinariamente buena, trabajadora y generosa con todo el mundo. No quisiera ni por asomo ensuciar la memoria de una mujer tan importante en mi vida.
Pero ese punto de tragicomedia de las historias de mi abuela, además de cómo catarsis, a mí me resultan especialmente interesantes.
Entre sus aficiones tenía hacer punto de cruz (también hacía punto “del diablo”) y leer-coleccionar aquel periódico de sucesos escabrosos llamado “El Caso”, sin duda la fuente bibliográfica de la que bebía para contarme esas historias. No se perdía ni uno, María, la kioskera de luto perenne, se lo guardaba y para no olvidarse que era el de Encarna le anotaba con bolígrafo en su ejemplar “Para la Mujer de El Caso”, yo creo que era la única que se lo encargaba por nuestra zona.
A veces se lo recogía mi madre, a la que el kiosko pillaba de camino a su trabajo. Un día se enteró de cómo la llamaba la kioskera y su entorno, ella era “La Hija de El Caso”.
Cuando se hizo una costumbre que lo recogiera mi madre ya venía escrito a bolígrafo en la portada del periódico “La Hija de El Caso”.
Aquel diario era como el cuarto milenio de los asesinatos, desapariciones y desgracias varias. Supongo que alimentaba la perversión de la congoja y el susto para mantener viva la negrura de esa España de luto que se vivía dentro y fuera del alma y que para algunos, algunas en este caso, no terminaba de pasar de largo.
Hace viento, mi palmera se mantiene firme mientras me observa riendo frente al ordenador.
lunes, 28 de febrero de 2011
AL SUR DE FEBRERO
ya crecen amapolas
en los márgenes de mis pensamientos.
Sospecho que quedan días de frío,
aún itineran las cigüeñas en busca de sus nidos.
Al Sur de Febrero
observo las coordenadas del tiempo,
me apuntan,
me acechan y
me ciñen al presente
como el lugar más cierto.
Al Sur de Febrero
se seca mi ropa al sol
y entono las nanas
del reencuentro.
Parece que del letargo
se amanece frágil,
inclinada al más leve soplo de viento.
Permisiva y solícita
a despertar con un beso.
domingo, 20 de febrero de 2011
lunes, 7 de febrero de 2011
LLOVÍA LLANTO
domingo, 30 de enero de 2011
MARI, POSA
domingo, 23 de enero de 2011
POSICIONAMIENTO
No lo estamos.
Nos sobran dudas, nos faltan estrategias,
nos sobrevienen acertijos y al final del día
nos nacen en la boca más amores que lamentos.
No, no estamos hechos tú y yo para el combate, amor.
Entendemos del cuerpo a cuerpo del amor,
del poder de la ternura y de la fugacidad del tiempo.
No hay lugar para el combate en nuestra tierra,
en nuestro mar de besos.
No lo lamento,
no serán nuestras guerras entonces las que corten el viento.